A
diferencia de otros países europeos - como España, Inglaterra y Francia – los
intentos coloniales de Alemania fueron limitados fuera de su continente. Sus
principales ocupaciones estuvieron en África (Togo, Camerún y las actuales
Namibia y Tanzania), más una serie de territorios en los archipiélagos del
Océano Pacífico anexados luego de la guerra franco-prusiana. Ese periodo
colonial se extendió entre 1871 y 1918, cuando luego de la derrota en la
Primera Guerra Mundial los germanos perdieron todas sus conquistas de ultramar. Por supuesto que, dentro de Europa, la historia es otra, ya que Alemania se
mostró siempre belicosa con los países limítrofes. Esto se materializó de la manera
más monstruosa con la llegada de Adolf Hitler al poder.
Es
probable que esa lejanía con el resto del mundo, sumado a cierto espíritu hermético
heredado de los antiguos pueblos bávaros de la Selva Negra, hiciera que los
alemanes miraran las tierras lejanas con una inocultable idealización. Esto
puede explicar la fascinación de muchos de sus intelectuales con el Lejano
Oriente. Aún hoy la más respetada traducción del “I Ching” (Libros de las
mutaciones) es la que hizo el misionero Richard Wilhelm en la década del 20’,
mientras que su compatriota Alfred Doeblin, médico y escritor, fue pionero en difundir el
pensamiento de Confucio en Occidente. Un extraño link entre el duro espíritu
teutón y la búsqueda trascendental del budismo se tejió hace un siglo y aún tiene consecuencias.
En ese entorno Hermann Hesse, uno de los escritores más populares del siglo
XX, también se sintió atraído por la filosofía oriental. Sus abuelos habían sido
misioneros en Asia y al crecer recorrió la India, Sri Lanka, Indonesia, Sumatra
y Borneo para satisfacer su curiosidad. Mientras tant el autor de “El lobo
estepario” ganaba reconocimiento en el mundo germano-parlante, sobre todo
durante el periodo de entre- guerras. Para el resto del mundo era casi un
desconocido, por lo que pocos advirtieron que su narrativa estaba influencia
por la tradición hindú. Ni siquiera al ganar el Premio Nobel de literatura en
1946 el autor logró una popularidad sostenida fuera de su país natal.
Todo
cambió en la década del 60’, cuando los jóvenes empezaron a romper de una
manera más radical con los valores de la generación que los precedía. La
contracultura – y el hipismo en particular – vieron en libros como “Demian” y
“Siddartha” relatos iniciáticos de autodescubrimiento, considerando a la obra
del escritor alemán como una lectura obligatoria. Los editores se hicieron eco
de esto y en poco tiempo todos sus libros fueron traducidos a multitud de
lenguas, causando una verdadera ‘hessemanía’ que se estiró varias décadas. No
es casual que esa generación contestataria, que manifestaba un fuerte interés
por las filosofías orientales, se sintiera atrapada por esos personajes que abandonan su pueblo o familia para buscar su lugar en el mundo, en un
peregrinaje que siempre los llevó a descubrir que su destino había
estado al alcance de su mano sin que lo sospecharan. Este esquema está presente en las novelas
citadas, pero también en estupendos relatos cortos como “El estrecho sendero” y
“Cuento”. Hermann Hesse no llegó a conocer esta efervescencia alrededor de su
figura entre los muchachos pelilargos y las chicas que hacían topless en
Woodstock, ya que falleció en 1962.
Pero
Oriente en las obras del autor no responde a esa mirada occidental que le
atribuye propiedades mágicas a una cultura que desconoce. Se trata más que nada
de un lugar metafórico que representa una búsqueda interna antes que un espacio
geográfico. El ejemplo más cabal es la
nouvelle “Viaje a Oriente”, donde un misterioso Círculo de personajes se reúne
para realizar no menos misteriosas actividades. Una de ellas es emprender un
simbólico ‘viaje’ al este de Asia que es solo una excusa para que los
protagonistas recorran sitios extraños con curiosos nombres, los
cuales representan distinta formas de buscar la Verdad. En esta historia es el
lector quien decide si se queda con el relato lineal de un viaje concreto a tierras exóticas (género de moda a principios
del siglo XX) o se adentra en la alegoría espiritual propuesta por el escritor, mucho más rica y sutil.
“Alemania
corrompe todo lo que toca” dijo alguna vez Friedrich Nietzsche, echando por
tierra su supuesto nacionalismo exacerbado. Y los hechos bélico-políticos de la
última centuria parecieran darle la razón.
Sin embargo fue un grupo de escritores alemanes el primero en difundir las
filosofías y mitologías orientales, mucho antes que estas fueran adoptadas de
forma terapéutica por los burgueses estresados de este lado del mundo. Un interés
solo explicable gracias a su profundo humanismo.