Cuando
en 1976 la nouvelle “The subterraneans” de Jack Kerouac apareció por primera
vez en español lo hizo bajo el nombre de “El ángel de los subterráneos”, título
que el traductor consideró misteriosamente más adecuado. La traslación era obra
de J.R. Wilcock, escritor argentino que fue parte del círculo de la Revista Sur
en su juventud y que llevaba 20 años de exilio en Italia al tiempo de la
edición, por lo que quizás su dominio del castellano ya no tenía la solidez
necesaria para la tarea. Cuando tiempo después la prestigiosa editorial
Anagrama publicó su versión de “Los subterráneos” la prosa del autor beat se
vio plagada de una metralla de españolísimos términos castizos. El pasaje del
inglés al castellano era nuevamente
objetable, demostrando que la tarea de trasladar un texto a otro idioma es una
construcción muy subjetiva. Algo similar ocurrió con escritores como Charles
Bukowski e Irvine Welsh (ambos muy doctos en el uso de términos callejeros en
sus libros), que nos llegan en versiones ricas en términos ibéricos como
“pasma”, “tío” y “zopenco”, expresiones muy ajenas a los barrios bajos de Los
Ángeles y Edimburgo, donde transcurren originalmente las historias.
La
traducción es un tema de eterna discusión para autores, lectores y académicos.
No es casual que nombre prestigiosos como Vladimir Nabokob, Walter Benjamin y
Umberto Eco - en su voluminoso “Decir casi lo mismo”- se desvelaran meditando
sobre los problemas y virtudes de una actividad tan polémica como inevitable.
En un mundo donde existen al menos 6912 lenguas vivas el arte de volcar textos,
diálogos y canciones a otro idioma se ha vuelto fundamental para acceder a
conocimientos y expresiones culturales ajenas. Toda una gran contradicción de
esta Maldita Babel, cuya fascinante variedad solo puede entenderse si se la
modifica. Y esto último es inevitable ya que, como afirma el prestigioso
traductor Rolando Costa Picazo “La traducción literal concebida como una
correlación de palabra por palabra no es posible ni siquiera en lenguas de una
misma raíz”.
Jorge
Luis Borges, Julio Cortázar y César Aira son los tres escritores argentinos más
traducidos a otros idiomas y los tres tuvieron a la traducción como una actividad
laboral en distintos periodos de sus vidas. ¿Casualidad? Es probable que el
conocimiento de otras formas lingüísticas ejerza una influencia en la forma de
escribir, empujando a un equilibrio entre lo local y lo universal que ayudó a trascender
las fronteras a estos autores. También es necesario aclarar que esta tarea no
siempre se centra en creaciones interesantes para quien la realiza. Un buen
ejemplo es Cortázar, que mientras recordaba con felicidad la empresa de volcar
al español la novela “Memorias de Adriano” de la francesa Marguerite Yourcenar
sentía un hastío enorme frente a los solemnes documentos que debía traducir durante
su empleo en la UNESCO de París. A pesar de esto el autor de ‘Bestiario’
siempre recomendó la profesión: “Yo le
aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si
fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que
haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta
que puede escribir con una soltura que no tenía antes”.
Desde
luego que alguien volcado al ejercicio de la creación literaria dejará su
impronta en el texto original, tomándose licencias de todo tenor. Es famoso lo
que Borges hizo con “Las palmeras salvajes” de William Faulkner, tanto en forma
como en contenido. Por un lado buscó atemperar el estilo barroco del autor
norteamericano, cambiando la puntuación de distintos pasajes para hacer las
oraciones más breves, y buscó sinónimos para evitar la repetición de palabras
dentro de un mismo párrafo, un recurso intencional que era parte del estilo
faulkneriano. Pero lo más curioso es su negativa a traducir las groserías.
Cuando el protagonista de la historia exclama “Women, shit!” Borges solo
incluye la palabra “Mujeres” en su versión, ejerciendo una pudorosa censura.
Quizás esas acciones son las que empujaron a Javier Marías a considerar su
traducción de “The Wild Palms” como malísima.
Es
que en este conflictivo pasaje se da una lucha entre los dos idiomas – el
original y al que se pretende volcar el texto
– que resulta en formas gramaticales que pueden ser molestas. En el
libro “Traducir poesía” se menciona lo que hace Silvina Ocampo con un verso en
apariencia simple de Emily Dickinson. La autora argentina transformó “Life’s
little dutties do – precisely” en la extensa sentencia “Las pequeñas
obligaciones de la vida – cumplo meticulosamente”, dejándose llevar por la
sintaxis del español. Muchos críticos afirman que en estos casos conviene tomar
la idea que el autor quería expresar y elegir otras palabras que no rompan
demasiado con la métrica y economía de la escritura de origen. Y esto es algo
importante cuando se habla de poesía, donde el ritmo y las imágenes son más
importantes que lo narrativo.
Toda
profesión tiene su Everest, su periplo intimidante, y para los traductores el
“Finnegans Wake” de James Joyce fue durante casi 80 años el reto que nadie se
atrevía a aceptar. El escritor irlandés dijo antes de morir que ese libro
tendría a la crítica desconcertada durante décadas y no se equivocó. Su
imaginería onírica, su estructura esférica de historias y personajes que
aparecen y desaparecen cambiando de nombre sin explicación aparente, sumada al
uso de alrededor de setenta lenguas distintas – desde las más extendidas hasta
ancestrales idiomas hay casi perdidos – hicieron que sus 628 páginas se ganaran
fama de intraducibles. Finalmente el bahiense Marcelo Zabaloy dedicó varios
años a leer y releer el texto, ofreciendo una traducción que recibió tantos
halagos como críticas (es “demasiado argentino” señaló un académico español).
Lo seguro es que al menos Finnegan, el modesto albañil dublinés protagonista,
no usa expresiones como “¡Esto mola, gilipollas!” en su intrincada jornada. Eso
ya es un gran logro.