En
su obra “La asamblea de las mujeres” Aristófanes ensaya una broma que luego fue
repetida por muchos escritores y comediantes a lo largo de los siglos.
Praxágora da un encendido discurso proto-comunista frente a las asambléistas: “Diré
que es necesario que todos pongan sus bienes en común, que todos tengan su
parte y reciban el mismo terreno; no es correcto que uno sea rico y otro
miserable; que éste cultive una zona inmensa y aquél no tenga donde caerse
muerto; que fulano tenga a su servicio numerosos esclavos y mengano ni un solo
criado”. Cuando
inmediatamente su ingenuo esposo Blépiro le pregunta “¿Y quién va a cultivar la
tierra?” Plaxágora responde “Los esclavos”. Ya en la Grecia del siglo IV antes
de Cristo ironizaban sobre la imposibilidad de un escenario utópico de
tolerancia e igualdad social.
El
uso y abuso de la palabra utopía muchas veces hace olvidar que en su etimología
ya encierra esa naturaleza irrealizable. Cuando Tomás Moro acuñó la palabra a
partir de los términos griegos ‘oú’ (no) y ‘τόπος’ (lugar) redondeó la misma idea que Aristófanes,
aunque con menos humor. Y ya en tiempos
contemporáneos la difundida sentencia de Eduardo Galeano (La utopía está en el
horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja y el horizonte se aleja diez pasos
más allá ¿Para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar) insiste en el
mismo concepto, aunque compensa la posible frustración subyacente dándole un
matiz esperanzador.
Cuando
Moro escribió su “Utopía” en 1516 existía
una tendencia a imaginar escenarios idealizados en los que la humanidad
prosperaba en armonía. El Renacimiento – que trajo una novedosa mirada
humanista en contraposición al oscurantismo reinante durante la Edad Media -
les permitió a los intelectuales europeos fantasear con mundos más justos, en textos que
personajes como Nicolás Maquiavelo criticaron como escapistas, ingenuos e incluso
mesiánicos. De hecho actualmente aún solemos usar el término ‘utópico’ de
manera peyorativa.
Los
otros textos utopistas clásicos son “La ciudad del sol” (1602) de Tomasso
Campanella y “La Nueva Atlántida” (1627) de Lord Francis Bacon. Todos estos
libros – que mezclan lo ensayístico con lo ficcional – tienen una fuerte
impronta moral, algo no casual teniendo en cuenta el ambiente religioso del que provenían los tres autores
(católico Moro y Campanella, anglicano Bacon). Y si bien las raíces de sus
ideas están en la tradición judeocristiana que plantea la existencia de un
paraíso, a lo que se sumó la fantasía griega de las repúblicas ideales, sus
trabajos siempre buscaron criticar la sociedad real y su coyuntura histórica.
Dentro de este particular subgénero literario “Cristianópolis” del alemán Johann Valentín Andreae, es una de las obras más delirantes de la época. El autor – pastor luterano y fundador de la polémica Orden de los Rosacruces – imagina con leguaje exaltado una ciudad regida por la abundancia, la erudición y la religión, pero además describe su funcionamiento urbano con gran detalle y espíritu profético. Basta con leer el segmento dedicado al alumbrado público: “No soportan la noche totalmente oscura, sino que la iluminan con linternas encendidas en diversos puntos. Su objeto es dar seguridad a la ciudad e impedir los cotorreos inútiles, pero también hacer las guardias menos hórridas, e incluso combaten de este modo el oscuro reino de Satanás y los engaños de las tinieblas, manteniendo presente la memoria de la luz eterna”. Párrafos como este son los que empujan a muchos teóricos a considerar la literatura utopista como antecesora de las modernas sagas fantásticas y de la ciencia ficción.
El
pesimismo reinante durante el último siglo cambió el tono de los relatos que
imaginan otros mundos posibles, dando origen al neologismo ‘distopía’, el
reverso de la utopía. Lejos de las prístinas civilizaciones imaginadas por los
escritores de siglos atrás, los autores contemporáneos (gente como Zamiatín,
Orwell, Huxley, Le Guin, Dick y otros) describen en sus libros mundos
totalitarios, donde los habitantes son controlados mediante la tecnología y la
información. Aquellas utopías renacentistas hoy son apenas el testimonio de una
época en la que soñar con un mundo mejor no era tomado como un ejercicio naive
y edificante.