La maldad creadora

En “Crimen y castigo” Rodión Raskolnikov busca alguna forma de redimirse luego de cometer los asesinatos que lo atormentan. En un momento ayuda a la familia Marmeladova a superar el crítico estado en el que se encuentra luego de la muerte de su patriarca alcohólico, con quién había compartido algunas charlas en un bar. El joven les otorga los pocos rublos que posee para alivianar su luto, provocando que Polina, la hija más pequeña del fallecido, lo abrace en agradecimiento por su buena acción. “Una criatura me ha abrazado, justo a mí que soy un asesino” piensa Raskolnikov. Toda la maestría de Fiodor Dostoievski aparece resumida en esa situación, planteando con agudeza como la misma persona puede cometer los más siniestros actos y paralelamente ser capaz de los gestos más nobles. Después de todo la vieja prestamista y su hermana, a las que el personaje asestó sendos hachazos en la cabeza unos días antes, no son personas a las que el mundo vaya a extrañar demasiado.  
       

El protagonista del clásico de la literatura rusa es consciente que ha hecho algo malo, pero se pregunta si realmente merece ser condenado por ello, ya que se siente destinado a logros de importancia en su vida que beneficiarán a muchas personas ¿Acaso no son condecorados los militares y los próceres que matan a grandes cantidades de personas solo porque sus actos juegan un papel trascendente en la Historia? El mal y las formas de castigarlo es el gran tema que recorre la novela y una de las principales preocupaciones de filósofos, juristas y religiosos a lo largo de los siglos.

En su libro “Imágenes del bien y del mal” Martín Buber hace un largo análisis sobre el asesinato de Abel por parte de Caín, que según la tradición religiosa judeo-cristiana fue el primero de la historia. El asesino se justifica acusando a Dios de haberle implantado ese mal impulso que lo llevó a cometer el crimen. El filósofo austro-israelí afirma que Caín cae en un error común de muchas personas, al considerar maldad y bondad como entes separados que existen dentro de los humanos desde que nacen y que nunca se mezclan. La maldad es un impulso que “se hace malo y seguirá siendo malo porque el hombre lo separa de su impulso asociado y lo idolatra justamente en esa situación de independencia, siendo en principio ese impulso algo destinado a servirlo. La tarea del hombre no es, por lo tanto, exterminar el impulso malo, sino reunirlo con el bueno.” Como el Yin y el Yang taoísta, se trata de dos conceptos aliados, que participan el uno del otro constantemente.   


La idea de pensar el mal desde otra perspectiva es profundizada por Michel Maffesoli en su ensayo “La tajada del diablo”. “Hay un regreso con fuerza del mal. Con esto quiero decir el lado oscuro de nuestra naturaleza. Eso que la cultura puede domesticar en parte, pero que continúa animando nuestros deseos, nuestros miedos, nuestros sentimientos, en suma, todos los afectos. Este regreso con fuerza es, quizás, lo mismo que de una manera incierta desde hace decenios denominamos crisisafirma el sociólogo francés.  Como exceso destructivo, la maldad debe ser recuperada para cuestionar las ideas que – disfrazadas de bienhechoras – no hacen más que prolongar el conformismo. Un texto provocador presentado como un ‘conpendio de subversión posmoderna’.


Quizás el mayor problema sobre este tópico es que la mayoría de las personas se consideran buenas. El mal siempre es ejercido por los otros, dando lugar a una negación cómoda que tiene nefastas consecuencias prácticas. Quizás al asumir ese costado monstruoso que incubamos evitemos esa culpa que nos asalta cuando descubrimos que dañamos a alguien o violamos la Ley. Potencialmente todos somos Rodión Raskolnikov, deambulando por San Petesburgo prisioneros del estupor y la paranoia. En definitiva, no somos tan buenos como creemos.